Justo a la entrada de los vestidores de ropa especial de protección en el CEA, encuentro a Yoser Hernández Aparicio, un joven inquieto, licenciado en Ortopedia y Traumatología, quien vino al Centro de Especialidades Ambulatorias, hospital Covid de estos tiempos, a apoyar en lo que fuera. No le gustan las fotos ni la prensa; él hace este trabajo, duro y riesgoso, porque sí y no llama al universo para mostrarse. Pero yo insisto, aunque desde el otro lado de la línea, ya en zona roja, le llaman para ayudarlo con la indumentaria.
“Trabajo aquí en el CEA, en el Servicio de Ortopedia, y ahora mismo estoy en el equipo de Rehabilitación, en la recepción de pacientes, su traslado a consultas y a exámenes, y hago lo que sea. Laboro 24 horas seguidas y descanso tres días. Me siento protegido, y al llegar a casa tomo todas las medidas de descontaminación, aunque de acá salgo bañado y limpio”.
En casa lo esperan sus hijas jimaguas de cuatro años, María de los Ángeles y María Angélica, y la esposa, Yanara, también traumatóloga en el Hospital Gustavo Aldereguía Lima (GAL), a quienes les debe protección total.
Ha cumplido misión en otras naciones, poniendo a disposición de los pacientes sus conocimientos y experiencia. A la interrogante de si le pagan algún dinero extra por este trabajo peligroso y de riesgo, me reponde: “Yo no sé, vine porque me necesitaban simplemente. Creo que no es momento para exigir, sino para estar del lado de quienes nos precisan”.
Ahí mismo Yoser aprovecha para preguntar a la “seño” del otro lado, si puede pasar al vestidor, en una maniobra para deshacerse de mí y de las preguntas, y se me escapa, pero lo espero de regreso para ahí mismo, en el umbral, en la frontera con la zona roja, hacerle una foto. Muchachos como estos son los que empujan las camillas de los contagiados con el SARS-CoV-2, los reciben cuando llegan al CEA con la inmensa preocupación de saberse enfermos, y sus manos cálidas les proporcionan aliento, esperanza y ayuda. Gracias, Yoser, en tu nombre, para todos.