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El regreso del héroe a Cienfuegos

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estatua ecuestre brigadier josé gonzález guerra cienfuegos

 

Otra batalla debió librar el brigadier para cabalgar sobre las rocas que ahora lo encumbran. Por más de tres décadas se prolongó esta ofensiva que, en algún punto del tiempo, pareció apagarse, rendida sobre las cenizas de la desidia y las carencias económicas. Fueron años de lucha hasta verlo erguirse, en el bronce reservado para los hombres de guerra, a la entrada de la ciudad de Cienfuegos.

La escultura ecuestre revive el instante en que el patriota mambí rompe la serenidad del agua para, sobre su caballo, emprender otra carga al machete contra las huestes españolas. Hay, en la recreación artística, mucho de los tintes épicos que fundieron el mito del revolucionario: la heroicidad, el temple, la entrega desnuda a la causa independentista cubana.

Su autor, Juan García Cruz, moldea en la pieza al tipo de prócer que la historia acostumbra a relegar al olvido por más numerosas e intrépidas que fuesen sus hazañas. Aunque apela a los mismos atributos hieráticos con que suelen glorificarse las epopeyas de nobles e ilustrados, el símbolo que encarna en el hierro es otro.

José González Guerra, un hombre de origen humilde, analfabeto, se erige en las puertas de la urbe, adentrándose en la villa donde abrió sus ojos aquel 2 de mayo de 1832. Regresa a la tierra natal como vino a ella la primera vez, descalzo y desarropado; y como debió marchar, en febrero de 1869, meses después de que tronaran las campanas por la ansiada libertad de la Isla.

Lo hace estampado en la más acertada, solemne y majestuosa de las imágenes con que se representa a los grandes guerreros. No urgen otras referencias para entender que es él artífice de sonadas victorias que lo llevaron a escalar peldaños dentro de la jerarquía militar del ejército de Las Villas, pese a los prejuicios elitistas de la época. Su nombramiento como brigadier general reseña las memorables páginas que escribiera en cientos de combates como La Sacra y Palo Seco, y luego en Manaquita, donde asestó al enemigo una derrota de realce.

Guarda, la escultura, la huella redentora de quien supo ganarse la estima de los altos jefes de la contienda del ’68: Céspedes, Agramonte, Gómez; el espíritu del bravo que impulsó a Martí a definirlo como “admirable de valor, de constancia, de infatigabilidad en el amor a sus soldados”; la estirpe de un hijo ilustre de Cienfuegos, del que Fidel lamentó no fuera lo suficientemente recordado ni conocido.

Con ella se empina el tributo aplazado de esta ciudad al héroe que, maltrecho en los llanos de Barajagua, murió el 25 de febrero de 1875. Pero todo ese bronce todavía no basta para salvarlo a él, y a otros tantos, de los silencios de la desmemoria.

*Foto: Ildefonso Igorra López

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