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Mujeres del azúcar: Jenny, la «dueña» de los molinos

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Mujeres del azucar 1

 

La figura máxima del área de basculador y molinos de la fábrica de azúcar en la Empresa Agroindustrial Antonio Sánchez, es una mujer: Jenny Marrero Juiz, quien trabaja en el central desde hace 32 años, tiempo suficiente como para asegurar que conoce allí hasta el último tornillo.

Nativa de Covadonga, el batey azucarero que aún se mueve al ritmo de los pitazos del ingenio, vive orgullosa de su oficio. Y no es casualidad que Jenny ame lo suyo: su padre se desempeñó por muchos años como administrador del “Antonio Sánchez”, hasta la jubilación, de modo que ella lleva el melao de caña en su ADN.

“Gracias al apoyo de mi madre con los quehaceres de la casa y el cuidado de mis hijos, que ya tienen 22 el varón y 17 la hembra, puedo permanecer aquí sin horario y dedicarle muchas horas al trabajo (…) No, ellos se inclinaron por otras profesiones, responde a mi interrogante; él, Turismo, y la niña quiere estudiar Derecho, así que se corta la herencia”.

Y una pregunta de Perogrullo se impone, porque Jenny se mueve por un área compleja; los subordinados son hombres rudos de trabajo; el ruido es ensordecedor y el bagacillo se cuela por los ojos y la boca, aun cuando el olor hace flotar, cual fragancia bendita, tanto como quizá lo experimentara Moreno Fraginals mientras escribía El Ingenio.

¿Resulta un trabajo duro para una mujer?

“Sin dudas. Esta área es el corazón de la fábrica, y de la mayor extracción del jugo de la caña depende el proceso industrial, el rendimiento y la calidad del producto final; eso representa un enorme compromiso para mí y mis 43 subordinados masculinos. Pero es un equipo que se respeta; aquí todos somos líderes, y los de mayor experiencia me han aportado mucho y son la razón de que ocupe esta responsabilidad”, me dice, y en medio del infernal concierto de los hierros habla por el walkie talkie y responde a un pedido de información desde el puesto de mando.

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Jenny tiene 43 subordinados, quienes la respetan y apoyan. /Foto: de la autora

 

Jenny recorre los predios de la sala de máquinas como si fuera una plaza y no la detienen los obstáculos. Corro detrás de ella con el teléfono, so pena de que sea tragado junto a la caña, porque mientras trabaja, recojo su testimonio in situ. Ella pasa el día con un casco de protección, y a la cintura, cuelga el pesado equipo de comunicación, y aunque estos accesorios la hacen lucir poco femenina, los lleva con orgullo, cual escudera, porque son sus armas y herramientas de mujer empoderada.

¿Tienes formación académica o solo cuenta en tu haber el aval del viejo Marrero?

“¡Qué va!, cuenta todo”, me dice y sonríe con cierta picardía de que se guarda información valiosa. “Primero me hice técnico medio en maquinaria azucarera, y cuando creía que lo sabía todo, pues me fui a la Universidad y recibí mi título de ingeniera en procesos agroindustriales. La academia cuenta, te lo digo, siempre se aprende, esa riqueza no va a la ruina, y la práctica también”.

Vuelven a llamarla por el walkie talkie y esta vez requieren de su presencia en otro sitio del ingenio. Entonces agita la mano en señal de despedida, y yo levanto el dedo pulgar para decirle que “todo bien”, porque el ruido ambiente está a más de 200 decibeles. Me incorporo con mis colegas al recorrido, y pienso en las mil y una formas en las que una mujer puede trascender tras sortear los difíciles obstáculos de la vida cotidiana, como la de esta historia que les cuento, construida con cristales de azúcar y en contrapunteo de cubanía, a lo Don Fernando Ortiz.

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